Se llamaba Juan.
El diálogo viró hacia el cine. Casi como un juego, iniciaba una lista y él, con la misma rapidez, la completaba. En un ámbito donde la media no pasa de «Rápidos y furiosos 14» es , por lo menos, atractivo que tu interlocutor venga y te confiese que a él también le gusta Wim Wenders y que su favorita es «Las alas del deseo» . Y si fue chamuyo celebro una agilidad extraordinaria porque todo pasó en cuestión de segundos, incluso discutimos detalles de París, Texas que solo recuerda alguien que vio la película y prestó atención a la historia.
En fin, la conexión duró, quizás, una hora. Suficiente para llegar a adivinar una picardía, una sutileza, una capacidad para asociar, un humor y nivel cultural. Sintonizábamos ( más o menos) el mismo dial.
Entonces lo vi como una isla en medio del océano.
Y yo, que había andado así, navegando a la deriva durante semanas, sentí que finalmente pisaba tierra firme.
Pospuse el diálogo para a más tarde. Le dije que saldría a caminar. Le di mi teléfono, esperando volver a verlo en un pasillo más intimista como whatsapp.
Él no respondió y en cambio me dijo que estaría atento mirando desde su balcón, esperando que pase, lo vea y salude.
Su balcón, que podría ser cualquier balcón, justo al lado de casa o a doscientos kilómetros de distancia, o a mil o a veinte mil…qué se yo, daba igual. Pero su frase me perforó de tal forma que, mientras iba caminando, caí en la cuenta de que estaba mirando más hacia arriba que hacia adelante.
¿Cuántos balcones habrá en Mendoza? ¿qué posibilidades hay? Probablemente ninguna.
Esa noche estuve pendiente de mi teléfono que, por supuesto, nunca sonó o (por lo menos) no del modo en que esperaba.
Volví a revisar el chat. El teléfono que le di era efectivamente mi teléfono, no había chance al equivoco. Le mandé un «hola» al chat que él respondió como a las tres de la mañana.
«¿Duerme?», preguntó.
«Claro», respondí en voz alta y desde el sueño, mirando de reojo una pantalla que en la oscuridad me dejó prácticamente ciega y me devolvió a la almohada.
Al día siguiente lo busqué. Entré. Aguardé. Salí. Volví a entrar. Me di cuenta que estaba empezando a obsesionarme con su ausencia y no me gustó.
[Juan. 47 años. Mendocino. Científico. Una cita a medias de Bertolt Brecht. Tiene hijos. Vive solo y fuma socialmente. Ávido fan de David Lynch y generador de preguntas incómodas.]
Eso es todo lo que supe de vos.
Con el correr de las horas inferí que Juan probablemente no vivía tan solo como rezaba su info. Y me enojé. Con él, conmigo.
Esa noche volvió a aparecer en el chat. Contento de verme me preguntó si alguna vez aceptaría tomar un café con él. Le dije que aceptaría, desde luego, e inmediatamente le avisé que des-instalaría la aplicación del sitio donde nos habíamos encontrado porque ya me había enviciado un poco. Que mi teléfono era el mismo del día anterior, que lo invitaba al diálogo por ese lado.
Me despedí.
Cerré y eliminé la app. A pesar de mi mal pronóstico aún confiaba en que volvería a verlo.
Pero las horas pasaron y él insistió en mantener su mutismo.
Pasaron algunos días y volví a instalar la app.
Volví solo para volver a encontrarlo y saber de él. Volví con ganas de decirle que , vaya a saber por qué, cuando pienso en él, pienso en Vendredi soir. Que dónde es eso que parece una salina detrás de él y su sombrero en la foto de perfil. Que cómo coloca el rollo de papel higiénico, o si le gustan las merengadas o prefiere tomar la leche con vainillas. Que me atrae y no se decir qué es. Que me alejé de la costa, tanto que ya no veo la isla. Que siento que estoy, nuevamente – cual bolsita de nylon- a expensas de mi toxicidad, flotando a la deriva.-